24.9.09

Martina no estaba siempre sonriendo, es que no le cabían los dientes en la boca. Cuando hablabas con ella te miraba profundamente, con sus dos ojillos diminutos y siempre parecía esperar el final de un chiste, incluso cuando le estabas hablando de cosas tan serias como la dificultad de entablar amistad con las amebas o el dolor de arrancarse una costra de la rodilla.
Martina no era fea, pero daba un poco de pereza mirarla y seamos sinceros, yo no la hubiera contratado para trabajar de cara al público. Ese era su principal problema, la falta de ocupación. Tenía cerca de los 30 años (14 años de poblacionactivismo desaprovechado) y no había dado un palo al agua en su vida. No por falta de ganas, sino por sobra de desganas de los demás.

Así, aquella tarde me senté con ella, en un bar oscuro, preestudiadamente de madera (no soportaba el chirriar de sus dientes contra los suelos de piedra) y empezamos a pensar posibilidades laborales que la pudieran sacar de su miseria.
Cuatro cervezas después (ella, con pajita, por supuesto), teníamos varias ideas: vigilanta de seguridad de los túneles del metro, soporte publicitario alternativo (las medidas nos daban por lo menos para un A2), minera a tiempo parcial, expositor de dentífricos y un largo etcétera que os aburriría sin duda.
Ninguna de las opciones le pareció lo suficientemente atractiva,así que para enfatizar su incipiente depresión, nos fuimos a dar un paseo pobrecitayo a la playa.
Como bien os imagináis, al atravesar la arena desde el borde de la playa a la orilla, detrás de Martina quedaron unos surcos perfectamente alineados y de profundidad considerable. A lo lejos, un señor con cara de "me vendría bien ahorrar en maquinaria" nos miraba con los ojos abiertos como platos.
-Niña, vente pa acáaa!!- gritó.

Así fue como Martina encontró su primer trabajo. No surcando los mares, pero sí surcando la arena, que es menos romántico, pero más de secano.

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